Desde hacia muchísimo
tiempo, sabía con seguridad, que entre los antiguos y descuidados muebles de mi
casa y la melancolía reinante de cada habitación, una solitaria y torturada
alma vagaba en busca de un consuelo. Sin encontrarlo, pasados numerosos años, su
dolor se acrecentó hasta límites insospechados, haciendome notar con mayor
intensidad su presencia. Muchas noches he pasado con la inquietud en mi sangre
tras haber sentido alguna manifestación suya, de la índole que fuese y haberme
hecho estremecer mientras que todos los habitantes cercanos a mi casa
descansaban. Sin embargo, nunca tuve valentía para preguntar o gritar al
fantasma, por miedo a estar loco o por propia vergüenza ajena, pero, si, lo
sabía.
El lugar para mis adentros más odiado de la casa
era la escalera principal, situado en el ala norte de esta, justo enfrente de
las puertas delanteras, que conducían a todas las habitaciones de la casa,
directa o indirectamente. Cada vez que me acercaba a ella, un sentimiento de
desolación y tristeza asolaba mi frágil alma, obligándome a alejarme lo más
rápido de ella y convirtiendo un simple camino a las plantas superiores en una
ola de nerviosismo. Fue muy duro convivir con el fantasma y más con mi alma
acongojada de su presencia, por lo que, desesperado, intenté encontrar alguna
solución racional.
Pensé que cambiando algún objeto de lugar el
problema desaparecería, pero me equivoqué, el sentimiento de soledad y tristeza
siguió persistiendo. Una noche, decidí cambiar algún objeto cercano a la
escalera o que tuviese que ver con el recibidor. De hecho, no lo cambié por
otro, si no que lo aparté a la habitación más recóndita de la casa y a la que
menos accedía. Esa misma noche volví a escuchar los habituales ruidos con los
que solía dormir, por lo que supe con seguridad que el procedimiento no había
dado resultado. Tras vanos intentos con sillas, jarrones, esculturas y cuadros,
di por terminado el trabajo y me puse a trazar algún plan para dar caza al
fantasma.
Lo primero que se me vino a la cabeza fue la idea
de dormir frente a la escalera para poder sentir mejor al fantasma, pero tenía
realmente miedo, no estaba habituado a tratar con estos seres extraños y temía
por mi vida. Pese al miedo, esa misma noche me dispuse a desplazar uno de los
sofás del salón justo enfrente de la escalera, ya que la cama pesaba realmente
mucho, y a colocar en uno de los muebles de trofeos unas cuantas velas para no
quedar en completa oscuridad durante la noche.
Hacia las once de la noche, cuando por entonces
ya había oscurecido debido al invierno, los ruidos comenzaron. Yo ya me
encontraba tumbado, con la inmensa escalera como guardián y cinco velas
iluminando parte de esta. El resto de la escalera no era visible, pero los
ruidos si eran audibles, de hecho, perfectamente y provenientes de la parte
alta de la escalera. No sabía de qué se podía tratar. Quizás sea un ratón o el
crujir de la antigua madera Pensé para tranquilizarme, pero los ruidos no
cesaban ni un momento. Mis sospechas se vieron fundadas tras permanecer un
largo rato escuchando. Era la madera la que crujía, de hecho, el continuo ruido
me llevó consigo a la profunda inmensidad del sueño, encontrándome a la mañana
siguiente perfectamente descansado pero sin un dato fiable al que aferrarme en
la búsqueda de un nuevo plan para dar caza al fantasma.
Tardé largos ratos pensando, entre el café de
primera hora de la mañana y el precioso espectáculo que formaba el atardecer en
el horizonte, para tramar mi nuevo plan. Esta vez debía ser lo más cauteloso
posible ya que tendría que ocultarme de su "vista" para no alertarle.
Mi plan consistía en, básicamente, intentar captarlo con mi linterna. Durante
la noche rondaría alrededor de la escalera y el recibidor con sumo cuidado y
con la linterna apagada hasta notar su presencia, cuando entonces, yo
encendería la linterna rápidamente y lo captaría averiguando quien es y librándome
de la duda que tenía desde hace años. ¡Sí! ¡Era buen plan!
Aquella noche, con el estómago lleno de cafés
para matar el insomnio, me aventuré cercano a la escalera con la linterna
apagada. También cuidé de no dar pasos que pudieran ser audibles fácilmente por
el fantasma. Crucé, delante de la escalera, el recibidor y entré por un largo
pasillo situado a la derecha del recibidor. Aquello más que una escalera
parecía una tenebrosa cueva. Lentamente, empecé a andar por el pasillo mientras
mi corazón palpitaba más intensamente que nunca y comencé a divisar algo que se
movía al fondo de este. No sabía lo que era y ese sentimiento de miedo se vio
reforzado por las numerosas estatuas medievales y barrocas que colgaban de las
paredes donde un fino hilo de luz iluminaba sus demoníacas caras y me
atormentaban persiguiéndome hasta el interior de mi subconsciente. Yo, mientras
tanto, seguía dando lentos y forzados pasos dejando tras mía la escalera y
adentrándome en el pasillo. Aquella cosa seguía moviéndose y no se cansaba
nunca, describiendo una parábola en el aire; pero ya la veía. Era una especie
de sustancia poco densa y de color blanquecino, que flotaba en el aire que con
mis restados pasos se fue diluyendo hasta desaparecer completamente. Ahora solo
quedaba la oscuridad de la noche acompañada por aquellos filos hilos de luz,
que habían cambiado de intensidad, pero que seguían iluminando las caras de las
estatuas y dándoles esa faz demoníaca. Sin saber porque, un arrebato de miedo
surgió en mi alma haciéndome encender la linterna y salir corriendo de ese
pasillo. Llegué a mi habitación y me lancé a la cama para descansar de la
experiencia.
Al día siguiente ya me encontraba mucho mejor
pero seguía pensando en lo pasado la noche anterior y mi corazón se seguía
sobrecogiendo al recordar las caras de las estatuas. Sus rasgos faciales eran
acentuados, tenían la barbilla puntiaguda y los ojos en un tono agonizante,
cuyas pupilas parecían las de un loco en éxtasis.
No me atreví a intentarlo esa misma noche, si no
que decidí esperar a la noche siguiente para aventurarme en la escalera. Mi
impaciencia porque llegase la noche siguiente contrastaba profundamente con el
terror que días antes carcomía mi espíritu. Tenía una gran curiosidad pero una
ráfaga de intuición me indicaba que en estos fenómenos había algo que yo ya
conocía pero no recordaba. En este instante me vinieron a la mente, por segunda
vez, imágenes de las terroríficas caras de las estatuas, haciéndome creer que
eran las propias estatuas las que se introducían en mi subconsciente para
aterrarme, o quizás, fuesen ellas mismas las que provocaban los ruidos en mitad
de la noche y hacían levitar algunos objetos. Seguramente querrían
aterrorizarme para quedarse ellas solas con la casa. ¡Querrían ocupar cada una
de las habitaciones con sus diabólicas presencias y aterrorizándome pretendían
cumplir con su cometido! Fuera como fuese, no podía permitirlo y esa misma
noche desplacé uno de los sillones al recibidor; sin preocupaciones llevé, de
nuevo, unas velas y me senté en dirección a la escalera con la mirada
desafiante.
Pasaron las horas y me quedé dormido. Los largos
ratos de silencio me sumieron en lo inevitable y más esperado, el sueño. De
pronto, algo extraño me despertó en mitad de la noche. Era un ruido seco, pero
lo suficientemente fuerte como para hacer que me despertara. Mientras me ponía
en pié, con la mirada fija en un punto de la escalera, un vapor blanquecino que
parecía proceder de todas las estancias circundantes, formó en uno de los
rellanos un montoncito, que a medida que pasaban los segundos iba vislumbrando
lo que parecía ser la cara de una persona. Era muy bella, pero aún le quedaban
los ojos y la boca. Cuando estos se formaron, el terror más absoluto invadió mi
alma. Di dos pasos atrás, rápidamente, y tropecé con el sillón cayendo de
espaldas. Esa cara, esa cara... ¡Era la de mi difunta esposa! ¿Qué hace aquí mi
esposa? ¿¡Qué podría querer de mí!?
Sin que pasasen más de dos segundos, tirado
todavía en el suelo, rompí a llorar y recordé por primera vez desde aquel día
lo que había sucedido entre nosotros. Le confesé entre lágrimas lo que hice y
le di explicaciones más que suficientes para que me perdonase, pero yo sabía
bien que lo que hice era imperdonable.
Mi esposa solía cada noche, debido a su
sonambulismo, dar paseos por casa , y especialmente, por la escalera porque
según ella estaba maldita y necesitaba ser bendecida. Pese a sus advertencias,
no me la tomé en serio y seguí viviendo tranquilamente sin prestarle atención.
Su grado de obsesión llegó a límites insospechados y la llevé a un psiquiatra,
pero no consiguió curarla y su problema nocturno se convirtió en, también,
diurno. Una noche llegué a casa completamente borracho y la ví ahí , dando
vueltas por la escalera en plena apoteosis sonambulista, cuando en un arrebato
de ira y sin pensarlo dos veces... La maté.